Tic-tac,
tic-tac. Silencio. Tic. Silencio. Tac. Tic-tac, tic-tac.
Aquel
movimiento infernal no me dejaba respirar: mi corazón estaba casi
tan perdido como yo y... aquella oscura, lúgubre habitación de
hospital. Durante esa semana había intentado -sin ningún éxito-
recordar los demás colores del arcoíris para hacerlo todo más
llevadero, pero en cada “tic-tac” veía a Laura y en cada
silencio, sus tristes ojos. Negros. Una vez escuché en clase que la
suma de todos los colores resultaba este otro. Era, sin duda, una
definición perfecta para su persona. Ella; azul, rojo, amarillo,
violeta, verde. Guardaba en sí una explosión de todos ellos a la
vez, que me dejaba, paradójicamente, en blanco.
Dolor.
Lágrimas. Enfermeras. El tic y el tac empezaron a jugar al
pilla-pilla, como Lau y yo lo hacíamos aquel día en el que aprendí
que doler y querer estaban tan cerca como, más tarde pude comprobar,
la vida y la muerte.
«
El verano de dos mil cuatro se deslizaba lentamente entre los
dedos de Dani. Era odioso ser hijo único y no tener amigos, a pesar
de todos los libros y videoconsolas que sus padres le quisieran
comprar. Ambos estaban siempre ocupados: su papá en la oficina y su
mamá, con las labores de aquel gran hogar que ninguno de los tres
podía disfrutar -¿acaso se puede complacer uno de algo si no es con
buena compañía?-.
El
timbre sonó y el niño se asomó con cuidado para ver quién era.
Una amiga de su madre, al parecer. Junto a ella, se encontraba una
niña un par de años menor que él, que sonreía educadamente a su
anfitriona. A partir de ahí, y hasta el resto de la vida de Daniel,
las horas empezaron a mezclarse con los segundos a la vez que él
con Laura. El tiempo se había puesto las deportivas y corría como
si no hubiera mañana.
Sin embargo, hubo un momento de pausa. Ambos chavales jugaban a los espías, así que decidieron escuchar a sus madres a hurtadillas. La invitada escuchaba las palabras ahogadas en el mar de lágrimas de su amiga, las cuales relataban algo sobre lo que el pequeño entendió una tal “Aguante” relacionada con su papá. Pobre inocente que no supo o no quiso escuchar la palabra adecuada: “amante”. Lo que sí entendió es que algo fallaba; su madre nunca lloraba (al menos que él supiese). No dudó en preguntarle, ya cuando se encontraban a solas:
- Mami, tú... ¿quieres mucho, mucho, mucho, a papá?
- Bueno, hijo; a mí tu padre me duele -ante la expresión confundida de su pequeño, añadió una explicación- Verás, cuando dos personas se aman se llena, poco a poco, una especie de globo en sus interiores. Este se va hinchando según se quieren más y más; lo que pasa es que a veces aparece algo que lo aplasta y tiende a explotar.
El
periódico que ella leía recibió un disparo de agua salada y la
conversación, y aquel día en definitiva, terminó. »
Tic.
Silencio. Silencio. Tac. Tictactictactictac.
Si
algo odio de la maldita anestesia, son los recuerdos. Una cárcel
construida con los ladrillos de mi vida, tanto buenos como malos, de
los que no puedo escapar. Me atrapan o me abrazan. Me succionan o me
besan. Me quieren o me duelen. Y de repente, cuando despierto, frío.
Ahora que lo pienso, Mamá debe estar preocupada: hace tiempo que no
hago un esfuerzo por abrir los ojos. Sin embargo, mi intranquilo
sueño ocupa protagonismo una vez más (o, por qué no, una vez
menos). Y el azabache de su mirada. Y su sonrisa. Sobre todo, su
forma de hacerme entender que el frío se convierte en hielo, y que
el hielo también quema; pero de otra manera.
«Corría
el décimo día del año al compás de un chaval de trece años y su
mejor amiga, de once. Los escalofríos propios de enero se ahogaban,
insalvables, en el mar de las risas y carcajadas de ambos. Irían al
lago helado y patinarían hasta que le doliesen los pies, las
rodillas y hasta el alma. Como siempre y a la vez como nunca, el
hielo se encontraba firme y vacío; no había nadie allí que les
quitara espacio para la diversión.
Quién
le diría en ese momento que él, el bueno de Dani, iba a robar por
primera -pero no por última- vez. Mucho menos un beso.
Ocurrió
sin querer, por supuesto un malentendido; o por lo menos fue lo que
él pretendió jurar a Laura y a sí mismo mil veces, cruzando los
dedos tras su espalda unas dos mil. Él sólo... solamente le había
curado el rasguño que ella se había hecho en la barbilla. Su madre
siempre le había besado las heridas y él se había sentido mejor.
Repitió el comportamiento desplazándose unos centímetros hacia
arriba (sin duda muy significativos) con ella.
Mereció
la pena la alegría de Laura canalizada en el guantazo que se llevó
él y que le marcó el rostro durante varios días, a cambio de
aquella sensación. Todo el mundo debería sentirla alguna vez: se
produce cuando intentas, llámese curar o ayudar a alguien, y ese
alguien, haciéndose querer por encima de todo, es quien te cura o te
ayuda a ti.
Todo
el hielo se podría haber derretido con el calor de las orejas del
chico en ese momento. Es más, todo el hielo del planeta, un poco más
tarde, se podría haber deshecho con sus siguientes hurtos.»
Si
había algo que mantenía mi corazón en aquel monitor de la sala de
cardiología más o menos rítmico, eran los jazmines. Sí, los
mismos que durante nuestros tres años de relación amor-odio han
sido el perfume favorito de Lau y mi mayor adicción.
Cada
larga mañana de instituto, cada tarde de estudio, cada noche de
fiesta... cada momento era bueno si aquel aroma estaba presente en la
misma habitación que yo. Y donde digo mayor digo peor, a la vez que
en adicción digo perdición. Me explico: volar está bien. Subir a
lo más alto del firmamento agarrando la misma mano que más tarde te
proporcionará un paracaídas está genial. Pero -y cómo no, tenía
que haber uno- de repente, te das cuenta de que te estás soltando
poco a poco. Las quedadas diarias pasan a ser semanales y,
posteriormente, mensuales. Los silencios empiezan a hacer su trabajo
y juegan contigo, separándote de quien quieres. Laura soñó,
escribió, quiso. Quizás falte el “me” delante de todos estos
verbos; si es así, nunca me lo dijo o nunca supe entenderla. Lo
único que sé es que de repente, justo entonces...
Entonces te encuentras en la cama de un hospital, con el dolor de pecho como compañero de cama y aspirando con fuerza el olor de las cartas de la flor más bonita que has tenido durante toda tu vida. Dieciséis eran las que yo había recibido, diecisiete las que había mandado. “Querida idiota: me dueles”. Así había empezado mi última carta, al parecer ella no me tomó en serio. Ya antes le había dicho de mi particular forma lo mucho que la quería; pero aquella vez era especial. Aquella vez me asusté, mis letras temblorosas transmitían el hilo del que me estaba pendiendo fuertemente al expulsar todo lo que me quedaba dentro. Cuando la única salvación era que ella me llenase; una negación por respuesta me habría degollado. Eso o... la ausencia de ella, de la mano que me dejase descansar en un suelo firme, sin los altibajos propios de esta cuerda en la que vivo y sus constantes y dañinas sacudidas.
Tic-tac,
tic-tac, tic-tac. Silencio. Silencio. Silencio. Una sirena.
Juro
que abrí los ojos. Juro que me aferré a la vida en el mismo
instante que me pareció saborear los jazmines. La busqué. El dolor
era inhumano y ante mí, sólo pude ver el gris. De las derrotas. De
mi cuerpo sin vida. De las lágrimas de Laura mientras corría desde
la puerta y me zarandeaba como si no estuviera, en el fondo, segura
de que aquellos ojos míos no volverían a parpadear nunca jamás. De
la culpa que le producía el haberme querido responder más tarde y
en persona a mi última carta y con ello e inconscientemente, dejarme
ir, sin más. “Yo también te quiero, Dani”, susurró mientras se
propuso intercambiar los papeles, convirtiéndose a sí misma en la
ladrona (y a mí en víctima) de nuestro última obra, de nuestro
último asalto, de nuestro último y mejor beso.
«Poco
después del informe de la muerte del joven de dieciséis años de
nuestra ciudad, científicos estadounidenses confirmaron su
hipótesis: las fuertes depresiones pueden debilitar e incluso
paralizar partes de nuestro sistema, desde el cerebro al corazón,
debido al mal funcionamiento del sistema nervioso de la víctima,
relataba el periódico.
Aquella
noche una nueva estrella brillaba por su sonrisa, al mismo tiempo que
una joven se oscurecía por la ausencia de ella en sí por mucho
tiempo. En el fondo, siempre fueron -y serían- seres
complementarios.»