miércoles, 29 de enero de 2014

Doler y querer; querer y doler



Tic-tac, tic-tac. Silencio. Tic. Silencio. Tac. Tic-tac, tic-tac.

Aquel movimiento infernal no me dejaba respirar: mi corazón estaba casi tan perdido como yo y... aquella oscura, lúgubre habitación de hospital. Durante esa semana había intentado -sin ningún éxito- recordar los demás colores del arcoíris para hacerlo todo más llevadero, pero en cada “tic-tac” veía a Laura y en cada silencio, sus tristes ojos. Negros. Una vez escuché en clase que la suma de todos los colores resultaba este otro. Era, sin duda, una definición perfecta para su persona. Ella; azul, rojo, amarillo, violeta, verde. Guardaba en sí una explosión de todos ellos a la vez, que me dejaba, paradójicamente, en blanco.

Dolor. Lágrimas. Enfermeras. El tic y el tac empezaron a jugar al pilla-pilla, como Lau y yo lo hacíamos aquel día en el que aprendí que doler y querer estaban tan cerca como, más tarde pude comprobar, la vida y la muerte.

« El verano de dos mil cuatro se deslizaba lentamente entre los dedos de Dani. Era odioso ser hijo único y no tener amigos, a pesar de todos los libros y videoconsolas que sus padres le quisieran comprar. Ambos estaban siempre ocupados: su papá en la oficina y su mamá, con las labores de aquel gran hogar que ninguno de los tres podía disfrutar -¿acaso se puede complacer uno de algo si no es con buena compañía?-.

El timbre sonó y el niño se asomó con cuidado para ver quién era. Una amiga de su madre, al parecer. Junto a ella, se encontraba una niña un par de años menor que él, que sonreía educadamente a su anfitriona. A partir de ahí, y hasta el resto de la vida de Daniel, las horas empezaron a mezclarse con los segundos a la vez que él con Laura. El tiempo se había puesto las deportivas y corría como si no hubiera mañana.

Sin embargo, hubo un momento de pausa. Ambos chavales jugaban a los espías, así que decidieron escuchar a sus madres a hurtadillas. La invitada escuchaba las palabras ahogadas en el mar de lágrimas de su amiga, las cuales relataban algo sobre lo que el pequeño entendió una tal “Aguante” relacionada con su papá. Pobre inocente que no supo o no quiso escuchar la palabra adecuada: “amante”. Lo que sí entendió es que algo fallaba; su madre nunca lloraba (al menos que él supiese). No dudó en preguntarle, ya cuando se encontraban a solas:

  • Mami, tú... ¿quieres mucho, mucho, mucho, a papá?
  • Bueno, hijo; a mí tu padre me duele -ante la expresión confundida de su pequeño, añadió una explicación- Verás, cuando dos personas se aman se llena, poco a poco, una especie de globo en sus interiores. Este se va hinchando según se quieren más y más; lo que pasa es que a veces aparece algo que lo aplasta y tiende a explotar.

El periódico que ella leía recibió un disparo de agua salada y la conversación, y aquel día en definitiva, terminó. »

Tic. Silencio. Silencio. Tac. Tictactictactictac.

Si algo odio de la maldita anestesia, son los recuerdos. Una cárcel construida con los ladrillos de mi vida, tanto buenos como malos, de los que no puedo escapar. Me atrapan o me abrazan. Me succionan o me besan. Me quieren o me duelen. Y de repente, cuando despierto, frío. Ahora que lo pienso, Mamá debe estar preocupada: hace tiempo que no hago un esfuerzo por abrir los ojos. Sin embargo, mi intranquilo sueño ocupa protagonismo una vez más (o, por qué no, una vez menos). Y el azabache de su mirada. Y su sonrisa. Sobre todo, su forma de hacerme entender que el frío se convierte en hielo, y que el hielo también quema; pero de otra manera.

«Corría el décimo día del año al compás de un chaval de trece años y su mejor amiga, de once. Los escalofríos propios de enero se ahogaban, insalvables, en el mar de las risas y carcajadas de ambos. Irían al lago helado y patinarían hasta que le doliesen los pies, las rodillas y hasta el alma. Como siempre y a la vez como nunca, el hielo se encontraba firme y vacío; no había nadie allí que les quitara espacio para la diversión.

Quién le diría en ese momento que él, el bueno de Dani, iba a robar por primera -pero no por última- vez. Mucho menos un beso.

Ocurrió sin querer, por supuesto un malentendido; o por lo menos fue lo que él pretendió jurar a Laura y a sí mismo mil veces, cruzando los dedos tras su espalda unas dos mil. Él sólo... solamente le había curado el rasguño que ella se había hecho en la barbilla. Su madre siempre le había besado las heridas y él se había sentido mejor. Repitió el comportamiento desplazándose unos centímetros hacia arriba (sin duda muy significativos) con ella.

Mereció la pena la alegría de Laura canalizada en el guantazo que se llevó él y que le marcó el rostro durante varios días, a cambio de aquella sensación. Todo el mundo debería sentirla alguna vez: se produce cuando intentas, llámese curar o ayudar a alguien, y ese alguien, haciéndose querer por encima de todo, es quien te cura o te ayuda a ti.

Todo el hielo se podría haber derretido con el calor de las orejas del chico en ese momento. Es más, todo el hielo del planeta, un poco más tarde, se podría haber deshecho con sus siguientes hurtos.»

Si había algo que mantenía mi corazón en aquel monitor de la sala de cardiología más o menos rítmico, eran los jazmines. Sí, los mismos que durante nuestros tres años de relación amor-odio han sido el perfume favorito de Lau y mi mayor adicción.

Cada larga mañana de instituto, cada tarde de estudio, cada noche de fiesta... cada momento era bueno si aquel aroma estaba presente en la misma habitación que yo. Y donde digo mayor digo peor, a la vez que en adicción digo perdición. Me explico: volar está bien. Subir a lo más alto del firmamento agarrando la misma mano que más tarde te proporcionará un paracaídas está genial. Pero -y cómo no, tenía que haber uno- de repente, te das cuenta de que te estás soltando poco a poco. Las quedadas diarias pasan a ser semanales y, posteriormente, mensuales. Los silencios empiezan a hacer su trabajo y juegan contigo, separándote de quien quieres. Laura soñó, escribió, quiso. Quizás falte el “me” delante de todos estos verbos; si es así, nunca me lo dijo o nunca supe entenderla. Lo único que sé es que de repente, justo entonces...

Entonces te encuentras en la cama de un hospital, con el dolor de pecho como compañero de cama y aspirando con fuerza el olor de las cartas de la flor más bonita que has tenido durante toda tu vida. Dieciséis eran las que yo había recibido, diecisiete las que había mandado. “Querida idiota: me dueles”. Así había empezado mi última carta, al parecer ella no me tomó en serio. Ya antes le había dicho de mi particular forma lo mucho que la quería; pero aquella vez era especial. Aquella vez me asusté, mis letras temblorosas transmitían el hilo del que me estaba pendiendo fuertemente al expulsar todo lo que me quedaba dentro. Cuando la única salvación era que ella me llenase; una negación por respuesta me habría degollado. Eso o... la ausencia de ella, de la mano que me dejase descansar en un suelo firme, sin los altibajos propios de esta cuerda en la que vivo y sus constantes y dañinas sacudidas.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac. Silencio. Silencio. Silencio. Una sirena.


Juro que abrí los ojos. Juro que me aferré a la vida en el mismo instante que me pareció saborear los jazmines. La busqué. El dolor era inhumano y ante mí, sólo pude ver el gris. De las derrotas. De mi cuerpo sin vida. De las lágrimas de Laura mientras corría desde la puerta y me zarandeaba como si no estuviera, en el fondo, segura de que aquellos ojos míos no volverían a parpadear nunca jamás. De la culpa que le producía el haberme querido responder más tarde y en persona a mi última carta y con ello e inconscientemente, dejarme ir, sin más. “Yo también te quiero, Dani”, susurró mientras se propuso intercambiar los papeles, convirtiéndose a sí misma en la ladrona (y a mí en víctima) de nuestro última obra, de nuestro último asalto, de nuestro último y mejor beso.

«Poco después del informe de la muerte del joven de dieciséis años de nuestra ciudad, científicos estadounidenses confirmaron su hipótesis: las fuertes depresiones pueden debilitar e incluso paralizar partes de nuestro sistema, desde el cerebro al corazón, debido al mal funcionamiento del sistema nervioso de la víctima, relataba el periódico.

Aquella noche una nueva estrella brillaba por su sonrisa, al mismo tiempo que una joven se oscurecía por la ausencia de ella en sí por mucho tiempo. En el fondo, siempre fueron -y serían- seres complementarios.»

viernes, 24 de enero de 2014

RELATO: "LIBRE"

Hola chicooos! Os traigo por fin la traducción del relato que tanto me habíais pedido. Sólo quería comentaros que me disculpéis si veis alguna falta por ahí, porque esto de traducir mediante un programa es muy cómodo y tal, pero traduce muy, pero que muy mal. Así que después de muchas correcciones de la traducción espero que no haya errores. Además, deciros que si queréis la versión en gallego para ver como suena (os aseguro que suena mucho mejor, en castellano pierde mucho) sólo tenéis que pedírmelo. Espero que os guste!!! :D

PD- 8 meses después el blog resucita, el espíritu cocacolero sigue en pie! jajajajajaj


LIBRE
La oscuridad se extendía por todo el bosque. Yo corría, huyendo de algo o alguien de quien no sabía nada. Tenía la respiración entrecortada y el pulso totalmente desacompasado. Me dolían las piernas, pues mi cuerpo no daba más de sí en aquel estado de pánico extremo.
Cuando no pude correr más, me dejé llevar por la desesperación, refugiándome en medio de unos matorrales, situados a la margen izquierda del camino de tierra por el que me había movido en los últimos minutos. Me sentía frustrado.
Quince años antes había comenzado mi calvario. Después del asesinato de mi madre, notaba que “había alguien” en el cuarto mientras dormía. Las puertas se mecían provocándome escalofríos, los grifos se abrían inundando parte del piso y muchas veces escuchaba sonidos de cuchillos y navajas rajando el aire.
Los primeros meses necesité tratamiento psicológico, tenía insomnio y trastornos alimenticios. Pero el tiempo pasó, fui a estudiar a otra ciudad y abandoné el que había sido mi hogar en los últimos veinte años. Entonces, se acabaron los problemas… O eso pensaba.
Después de acabar la carrera, volví a la que había sido mi ciudad desde que había nacido, y vivía feliz junto a mi novia de siempre, Lucía. Nos casamos, y los tormentos volvieron a rondar mi cabeza; despacio, sin prisa pero sin pausa.
Cada día que pasaba me encontraba más pálido, sin espíritu. No había nada en este mundo que me había hecho ser feliz. Estuve consultando todo tipo de especialistas psiquiátricos, pero nadie encontraba una solución médica para mi “falta de autoestima”. Los días pasaban, y la monotonía se extendía por mi cuerpo, como un gas tratando de ocupar todo el espacio posible.
Mi grado de dejadez y pasotismo fue tan grande y mayúsculo que Lucía no resistió más; me dejó a mí y a mis problemas. Para ella no tenía remedio y no podía arruinar más tiempo de su preciada juventud estrujándose el cerebro para encontrar la solución de lo que me estaba pasando. Mientras todo esto sucedía, mi cuerpo se adormilaba cada vez más, dejándome llevar a un letargo inquebrantable, una espiral de la que jamás podría huir, quedando sentenciado a perder totalmente la cabeza. Pero, afortunadamente, gracias a la soledad absoluta, sin tener un cuerpo en el que apoyarme, fui capaz de descubrir qué ocurría en mi interior.
Después de la estancia en Amsterdam (los únicos años felices de mi vida), volví a Santiago de Compostela, el “agujero” por el que entré en el mundo y por el que voy a salir. En Santiago crecí; aquí di mis primeros pasos, aquí supe lo que era querer a una chica, y lo que era tener amigos. Pero también descubrí lo que era el dolor, el sufrimiento y la agonía, comenzando con la trágica muerte de mi madre.
Esa bestia loca que tengo como padre, el ser humano que me engendró, le robó el corazón mi madre cuando era una niña; ella era feliz a su lado. Pero él quiso robarle algo más que el corazón, todo lo que mamá hizo por él (los viajes al psiquiatra, todos los cuidados en sus peores tiempos…) no era suficiente; así que decidió acabar con ella, robarle la vida.
Por lo menos ahora está pudriéndose en un mísero manicomio.
Viví con esta manía toda la vida. Aparecieron las extrañas presencias y todos aquellos efímeros males. Ninguno me afectaba; y ese fue el gran problema. Una vez Lucía se fue y estuve completamente solo, comencé a percibir poco a poco de que nada me atormentaba, porque estaba totalmente sumiso a una perturbación general de mi cuerpo. Estaba acostumbrado a ver y oír cosas irreales, fruto de mis traumas y heridas mal curadas, y convivía con todo eso, sin alterar mi estado de letargo continuo.
De este modo viví durante años, en la inocencia y en la inconsciencia absoluta, pensando que desde que había viajado rumbo a universidad, todos los problemas se habían esfumado de mi vida. Pobre desgraciado… Viví en un engaño, en una trampa perfectamente diseñada y fabricada con mis propias manos. Hasta que exploté.
Dejé de comer y abandoné el trabajo, mi vida se reducía a pensar cómo iba a hacer para destruir la cárcel en la que me encontraba. Pasaron tres semanas, y lo único que sabía era que no necesitaba la ayuda de los médicos, ya no. Llevaba toda la vida conviviendo con su presencia, primero con mi padre y más tarde conmigo mismo. Además, tenía la certeza de que, si yo había sido capaz de engañarme hasta ese punto, también sería capaz de liberarme y ser feliz.
Los días pasaron, y no conseguía ver algún indicio de esperanza por ninguna parte. Estaba volviéndome loco, si aún no lo estaba. Permanecía horas y horas mirando el escritorio, analizando cada uno de mis anómalos comportamientos. Seguía sin encontrar la clave para conseguir la felicidad. En ese momento vivía totalmente atormentado.
Las vivencias se agolpaban alrededor de mi cabeza, recordándome los momentos más oscuros de mi vida. Sentía la sensación de que algo me perseguía, sabía que no podía quedarme en casa, dejándome enloquecer en medio de mis traumas. La tensión emocional aumentaba y se acumulaba, cada segundo se traducía en menos posibilidades de pensar con frialdad. También menguaba el número de alternativas, hasta reducirse al máximo. Sabía que sólo me quedaba una opción, mi locura no me permitía hacer nada más. Estuve tres días enteros, setenta y dos horas intentando decidir mi futuro, mi destino. Finalmente, decidí seguir el débil instinto infantil que conservaba y, por miedo a pudrirme en un cuarto, huí.
Me cegué. Comencé a correr sin saber adónde. Yo seguía un incierto camino, con los ojos en blanco. Mi extraño perseguidor no me dejaba pensar, sólo podía seguir corriendo, sin mirar atrás. Tenía el gran presentimiento de que estaba siendo perseguido por los fantasmas de mi vida, y no tenía el valor suficiente para enfrentarme a ellos. Sinceramente, no sabía nada, ni dónde me encontraba.
Creo que corrí unos 20 kilómetros. Estaba en un bosque, mi bosque. Allí finalizada mi presunta carrera hacia felicidad. Después de esconderme en medio de unos matorrales, una vez acabada la carrera, la frustración se apoderó de mí y comencé a chillar. Estaba convencido de que nadie me escuchaba, y se alguien lo hacía, sabía que no se iba a preocupar; ¿a quién le importa un loco? En los siguientes minutos mis emociones fueron como los desniveles de una montaña rusa. Se sucedieron la tristeza, la desesperación e incluso la más profunda calma.
Pasé días sin moverme, y perdí la sensibilidad en las piernas. Alrededor de mí se extendía una profunda calma, resultando ser excesiva. Con el paso de las horas, comencé a reaccionar ante lo que había hecho: había salido de mi refugio, no tenía nada, sólo conservaba mi demencia y un alma podrida. Entonces, mi cabeza comenzó a funcionar debidamente tras más de una década y media de sufrimiento en la ignorancia, y supe que el destino había hecho de las suyas y no me había dejado en aquél lugar por casualidad. Levanté la mirada después de mucho tiempo, y encontré que un árbol muerto y muy viejo se alzaba a mi izquierda. Tenía madera oscura y vigorosa pese a su falta de vida, probablemente había sido un castaño. Y a mi derecha había unas plantas de esparto. Mi abuelo fue zapatero, y sabía por experiencia que aquel esparto estaba a punto para ser trabajado; le faltaba una semana de tiempo seco y su estado sería perfecto. Tenía el material, tenía el motivo y tenía la idea rondándome la cabeza; sólo me faltaba la determinación para llevarlo a cabo.
Estuve mucho tiempo intentando levantarme, quizás demasiado. Cuando lo conseguí, ya había tenido tiempo para tomar una decisión, la última decisión y la que determinaría mi futuro para siempre jamás: me iba a suicidar.
Puede parecer que era otra locura de las mías, la que me condenaría por siempre. Pero es la única acción con sentido de mis últimos años de vida. No podía esperar más, sólo sería retrasar lo inevitable. Después de todos mis males, ya no tenía miedo a la muerte. Es más, mientras que en mi corta juventud no fui un buen cristiano, en ese momento comprendí el significado de la paz eterna para la Iglesia, o por lo menos encontré mi interpretación. La muerte es el paso de las preocupaciones al gozo, dejando atrás todos nuestros problemas, centrándonos en descansar del ritmo frenético que nos impone la vida terrenal.
De este modo, con la ilusión de rematar por fin al sufrimiento y con la determinación de saber que hacer y como hacerlo, comencé a construir mi particular “necrópolis”, con la fruición propia de alguien de mis características. Tardé dos días y dos noches, pero ya estaba todo preparado para terminar de escribir el último párrafo de esta historia de terror: mi vida.
Y así es, este es el último párrafo de mis memorias, escritas para que cualquier persona que lo desee, pueda consultarlas y descubrir mis desconcertantes pensamientos. Mi historia llega a su fin, y con ella se marcha una vida desgraciada, desmigajada por la complejidad del cuerpo humano, sobre todo de su sala de control. Así que yo, David Rodríguez Santos, me voy voluntariamente de este mundo sin dejar nada a nadie, pues lo único que tengo es una mente rota desde la infancia de la que sólo se conservarán dos míseros papeles redactados con la escasa cordura de un loco.
Ahora sólo me queda una palabra por decir, la cual ya debería haber dicho mucho antes:
Adiós.



lunes, 6 de enero de 2014

Un pequeño relato amoroso... :3 (WARNING: contiene lenguaje vulgar)

CADA DÍA

 Recuerdo como cada día me despertaba con un peso enorme sobre los hombros. Y también recuerdo la razón por la que, a pesar de sentirme así, me seguía levantando y viviendo mi vida día a día. La única razón por la que iba a un instituto de mierda, con profesores de mierda y compañeros de mierda. Y, por desgracia, lo único que me faltaba eran los amigos de mierda. Pero tampoco me importaba mucho. Entraba al aula de mierda y me sentaba en mi pupitre de mierda. Bajaba la vista, luego la alzaba y, al posar mi mirada en ella me sumía en el paraíso. 
 Todo dejaba de importarme. Ninguna mierda de aquellas iba a arrebatarme ese momento diario de éxtasis. Sus cabellos largos, lisos y rubios, sus ojos oscuros, su pequeña nariz, sus labios pequeños pero carnosos. Cuando hablaba, la melodía de su voz me recorría los oídos, impregnándolos con su dulzura. Cuando se movía, mis músculos temblaban al imaginar sentir su contacto. Y cuando me miraba, cuando me miraba, me abducía con el vacío oscuro de sus pupilas. Me imaginaba a mí mismo, a solas, con ella, abrazados, con nuestros cabezas juntas, y nuestros labios a punto de sellarse con un beso. 
  Pero el timbre sonaba y arruinaba mi fantasía. Y en el fondo sabía que no era más que eso. Una fantasía. Un sueño soñado por un soñador. Un soñador estúpido. Y volvía a mi estado normal, donde todo era una mierda. Porque lo era. Pero al día siguiente, decidí jugármela a todo o nada. Me levanté, pero sentía mis hombros ligeros. Y volví al instituto de mierda, con profesores de mierda y compañeros de mierda. La vi. Me dirigí hacia ella. Ella me miró. Me acerqué, me puse junto a ella y se lo confesé todo. Y me respondió. 
 Y me quedé callado. Sentí como si mi corazón se convirtiera en un vacío. Ya no era solo un instituto de mierda, con profesores de mierda y compañeros de mierda, sino que además, ahora, con un amor de mierda. Pasé de entrar en el aula de mierda y sentarme en mi pupitre de mierda. Me fui. Volví a mi casa. No había nadie. Y entré en mi cuarto. 
  Me tiré encima de la cama y me puse a llorar y a gritar como un loco. ¿Qué había pasado con todo ese amor? ¿Qué había pasado con esos momentos en el paraísos? ¿Que había pasado con mis sueños? ¿Todo a tomar por culo? Eso parecía. Paré de gritar. Salí de mi cuarto, y a los pocos minutos volví con un cuchillo en mano. 
 Solo quería acabarlo todo. Dejarlo todo atrás. Un solo golpe certero y podría descansar de todo ese peso con el que me levantaba cada mañana. Solo un corte y... Pero... ¿Y si...? A lo mejor... No era la única salida. Quizás me equivocaba. Quizás era un cobarde con intenciones de rendirme. Y yo no quería. No podía ser un cobarde. Si lo fuera, nunca lo habría confesado todo. Y decidí. Decidí vivir una vida donde mi coraje dominaría. No sería un cobarde nunca. Jamás.


Aquí va un pequeñísimo relato que escribí en el avión a Londres... Se titula "Monstruos" y es bastante tétrico... ¡Espero que guste! :)

No podía respirar. Estaba despierto, pero no respiraba. O, al menos, eso me parecía. Abrí los ojos poco a poco. Ni siquiera los había abierto del todo y una luz me cegaba. Me incorporé. Estaba recostado en una cama de hospital. Había alguien a mi derecha. Lloraba. Me miré las manos. Tenía la muñeca izquierda vendada. Me dolía un poco.
 Ese alguien a mi derecha que lloraba alzó la vista y me miró a los ojos. Tenía los ojos de un azul muy claro. Era una mujer, rubia. Se abalanzó sobre mí y me dio un fuerte abrazo. No sabía quién era ella ni quién era yo, y poco me importaba en aquel instante. Le pregunté qué hacía allí, por qué me encontraba en aquella cama de hospital. Su mirada se posó en mí mientras ponía una expresión incrédula. Me preguntó si no me acordaba. Le respondí que no. Lloró aún más fuerte. Me irritaba. No aguantaba más. Le di una bofetada. Paró. Me miró, y en sus ojos presencié el miedo más profundo. Lo disfrutaba, casi saboreándolo. Me gustaba aquella sensación de infundir terror en los demás. Pero de puertas afuera, no me inmuté. De nuevo, arrugó las facciones y comenzó a llorar otra vez. No iba a tolerarlo ni un segundo más.
 Me levanté y bajé las persianas. Me miró extrañada. Me acerqué a ella. Le pegué y, con la fuerza con la que le di, la tiré de la silla. Comenzó a gritar. Comencé a darle patadas. Le pisoteé la cara. Empezó a sangrar. Sangraba. Seguía sangrando. Paró de gritar. Había muerto. Me seguía dando igual, pero sentía curiosidad por saber qué me había pasado.
 Me miré la venda. Lo comprendí. Vi el corte que me había hecho yo mismo con un cuchillo la noche anterior. Aunque no acabé de entender del todo el por qué. El corte no había cicatrizado. La muñeca se puso a sangrar. Dirigí mi mirada hacia el charco de sangre y lo recorrí con la mirada hasta llegar al cuerpo sin vida del que emanaba aquel líquido carmesí. Mis ojos se quedaron inmóviles, perdidos, observando el vacío. Y, al fin, lo entendí.
 Me hice aquel corte por una razón muy simple: porque hay monstruos en este mundo. Monstruos que matan, que violan, que roban y que no conocen el significado de la palabra "remordimientos". Monstruos mucho más aterradores de los que se esconden debajo de las camas de los niños. Monstruos mucho peores que los de cualquier historia de miedo, por terrorífica que sea. Y yo me había convertido en uno de ellos. El corte sangraba, y me había dado cuenta de que había estado respirando todo este tiempo. Pero dejé de hacerlo. Mis ojos se cerraron. Caí.
 Un monstruo había acabado con su terrible existencia, y lo había hecho por voluntad propia.

CUENTO DE UNA NOCHE DE REYES

Hacía frío. Las calles estaban abarrotadas de gente que, apresuradamente hacía las compras de última hora. Los escaparates brillaban más que nunca queriendo atraer la atención de los transeúntes. En las aceras, los niños y mayores esperaban la llegada de los Reyes Magos de Oriente.

-Mamá, Melchor trae regalos, Gaspar caramelos y Baltasar sueños. ¿Verdad?
- ¿Quién te ha contado eso, Sofía?
- No sé. Pero yo quiero que venga Melchor.
- ¿Y Baltasar? Es maravilloso que traigan sueños. Con ellos puedes tener todo lo que deseas. Viajar a lugares lejanos, tener amigos increíbles... ¡O incluso vivir en un mundo mágico!
- Ya pero... los sueños se terminan muy rápido.
- Oh cariño, eso es porque tú quieres que eso pase. No los encierres, déjalos libres. Que vuelen. Que te lleven a donde desees.

Ya asomaba la cabalgata. Los magos saludaban a los niños, mientras los caramelos volaban sobre las cabezas para acabar estrellándose en el suelo. Camellos, pajes, personajes de cuento... Todo cobraba vida para hacer de esta noche algo mágico.

Ya en casa, todo estaba preparado. Los zapatos bajo el árbol y dulces y agua para que los Reyes y sus camellos repusieran fuerzas.

- Vamos cariño-  dice María a su hija- es hora de dormir.
- Pero es que yo quiero ver a los Reyes... porfaaaa...
- Sofía si estas despierta no pasarán por aquí, y te quedarás sin regalos.
- ¡Pero quiero ver cómo entran en casa! ¿Tu lo sabes?
- No cielo, recuerda que son magos... Y ahora descansa que mañana va a ser un día muy especial.

A la mañana siguiente María, la madre de Sofía, ya había tenido su regalo de uno de los Reyes. Baltasar le había dejado un hermoso sueño. Y aunque no se acordaba de casi nada, si recordaba esa niña, que disfrutaba de la noche de Reyes. Una niña que era ella. Pero los sueños eran sueños. Tal vez esa niña no existía ya. O tal vez sí. Tal vez esa niña que creía haber olvidado seguía en alguna parte de su corazón, recordándole que la ilusión, la alegría, la magia... Que todo eso que los adultos parecen haber perdido sigue ahí, en alguna parte, esperando a ser liberado. Un bello sueño que le devolvió a la infancia a la mágica noche de Reyes. Un sueño que le hizo volver a ser la niña que creía haber perdido para siempre.